«… Allá, en mi León, Guanajuato, la vida no vale nada».
José Alfredo Jiménez
Desde que los mexicanos tenemos uso de razón, nuestra relación con las muerte es cercana y familiar. Podría afirmar (ojo, sin total conocimiento de causa), que es una de las culturas donde a la muerte, la huesuda, o la pelona, se le habla al tú por tú.
Le hablamos con respeto pero a la vez con brabura, como diciéndole «no te tenemos miedo, ven cuando quieras».
Lo cual al final, no es del todo cierto: cuando sufrimos la pérdida de un ser querido, nos duele igual, y atravesamos por ese mismo duelo tan aberrante y doloroso por el que atraviesan todos.
Yo más bien creo, como una persona más que tuvo la grandísima suerte de nacer en este país -el más chingón del mundo entero-, que lo que los mexicanos intentamos decir cuando le hablamos a la muerte tan envalentonados, es que no le tenemos miedo porque lo que nos gusta, y lo que sabemos hacer desde el rincón más intenso del planeta, es vivir la vida tan bien, que no nos importa cuando llegue el momento de partir.
La fiesta de muertos en México (ando paseándome por Guanajuato, la tierra de mis abuelos), con sus colores, sus olores, su música de mariachi, sus litros de tequila, sus caminos de cempasúchil, sus lágrimas y risas mezcladas, sus alfeñiques; no es más que una de las muchas maneras que tenemos de celebrar la vida.
Recientemente despedí a dos personas que, si bien no eran de mi familia, fueron cercanas a mi vida a lo largo de dos décadas; y recordé cómo basta un solo instante para que fugazmente, toda la historia que hemos construido en este plano de tiempo y espacio se esfume como si nada (o como si todo).
Tuve la mala fortuna de perder a mi padre hace ya muchos años; y no, no hubiera querido que así fuera, no niego que desearía tenerlo aquí y contarle lo que sé ahora que soy adulta, platicarle de mis viajes, las decisiones que he tomado, los libros que he leído, los errores que he cometido, los corazones que he roto, y las veces que he tenido que restaurar el mío.
Sé que se sentiría orgulloso de mí, sé que me regañaría a veces por empeñarme a prender un cigarro, o porque gasto más dinero del que gano, sé que se desesperaría porque soy tan despistada como él; pero sé, por sobre todas las cosas, que estaría siempre esperando a que llegara a verlo para jugar damas inglesas, leer el periódico juntos y prepararme un licuado de chocolate sin azúcar.
No obstante, la razón por la que adoro celebrar la fiesta de muertos es porque no imagino mejor forma de honrar a los que ya no están, que celebrar la vida a cada paso que se da. Esta celebración que convoca a las almas que vienen de otro mundo es una de las muchas maneras que en este mi México -donde «la vida no vale nada: comienza siempre llorando y así llorando se acaba»- honramos y recordamos a los que ya no están y cuya ausencia todavía nos define.
Intento, aunque no siempre lo consigo, honrar la vida de mi padre haciendo lo que él hizo hasta que pudo: viviendo intensamente, disfrutando todo lo que la vida me ofrece, y dándole a mis vivos, todo el amor que puedo y en la medida que me es posible.
Cuando nos toque la hora, esperemos que nuestra vida, haya valido la pena.
Salud, por los muertos y sus vivos. No olviden vivir la vida, gente, porque muertos, estaremos mucho tiempos.
Felices pasos