¿Para qué sirves, fracaso?

Antes de la media noche del 31 de diciembre me hacía esta pregunta a la vez que pensaba en pedir un solo deseo para el 2020 (bueno, dos, porque lo de bajar de peso nunca está de más). «Solo quiero haber aprendido las lecciones del 2019», me dije incluso ante mi sorpresa, y me reproché el hecho de no haber aprendido las enseñanzas del 2018.

Comentaba que el 2019 me trajo en chinga en muchos sentidos, pero además me hizo, prácticamente cada uno de sus días probar una de las sopas más amargas que el menú del destino me ha puesto enfrente. Y es que, sentir que uno ha fracasado es una de las sensaciones más siniestras que alguien pueda percibir. Duele. Físicamente duele. No sé si el ego, el alma, el presente o el futuro, no sé si la realidad o la imaginación, pero cuando trabajas mucho en función de algo que no sale, podría decir que uno se siente más solo que nunca en la vida. Solo de a de veras, solo feo, solo a pesar de los amigos, la familia y los amores. Es sentirse muy, muy solo, a pesar de no estarlo.

Cada quien tiene, eso sí, sus propios conceptos de fracaso, pero cuando caes en la casilla de eso que tanto miedo te daba, lo que te pasa es que te quedas en un estado de vulnerabilidad que nunca imaginaste sentir.

Por si fuera poco, fracasar me puso inevitablemente en un papel del que llevaba huyendo toda la vida: el de la víctima. Haya sido o no, tenga la culpa o no, necesariamente tuve que sentarme en esa silla. Y, peor aún, sentí algo que jamás pensé: lástima de mí misma.

A estas alturas de mi vida he tenido pérdidas, he enterrado a gente que amo, me he repuesto de varios tropiezos y corazones ojos rotos, he vivido, pues. Y no pasa por mi mente una sensación más cruel que la de sentir lástima de mí misma.

Cuando uno fracasa lo primero que se pregunta es: «¿cómo llegué aquí?» (Es como andar todo un camino esperando encontrar una playa paradisiaca y toparse con el sitio más árido e inhóspito de la tierra). En mi caso, tengo claro el cómo pero no el cuándo. Lo vi venir -o eso pensaba yo- con la anticipación suficiente para prevenir el fatal desenlace pero lo cierto es que, de que intenté prevenirme a que me vi en el fondo de un pozo sin luz, no pasó ni un suspiro.

Del fracaso en su versión más pura (o en la versión más pura del concepto de fracaso que yo tengo) aprendí una gran lección. Entendí que no siempre todo depende de mí. ¡Ja! Es que en mi mente todo era esforzarse para conseguir algo y si quieres algo más, esforzarte más y así hasta el infinito. Pero hay veces que las circunstancias deciden que no; no es cuestión de actitud, ni de echarle ganas, ni de chingarle (como alguna vez un pseudo conductor de televisión dijo respecto de la pobreza en este país). A veces, no, y en esos casos no tienes más que respirar y aprender la lección.

Aprendí también que se puede estar mejor con menos. Que no se necesitan tantos amigos sino amigos de calidad, que tal vez no es la pareja perfecta -esa con la que te tomas miles de selfies para subir a instagram- quien más feliz te hace. Yo pensaba, eso sí, que ser agradecida y valorar todo lo que tenía era más que suficiente pero, ¡tómala!, resulta que no, que un día la vida te pone en jaque de tal manera que tienes que aprender a valorar aún más, incluso aquello que hasta hace poco era invisible.

El fracaso me hizo más dura, y más egoísta. Me enojé conmigo por tomar decisiones y me enojé con ciertas personas que de una u otra forma colaboraron (con o sin intención) para que me fuera al hoyo. ¿Me puse en el papel de víctima? Sí. ¿Pienso seguir ahí para siempre? No. Pero no quedarme ahí no significa que  dejo todo atrás como si nada. El fracaso en todas sus modalidades y sabores, me ha vuelto tremendamente más egoísta no solo con mi tiempo sino con mis intimidades: hoy no dedico una fracción de segundo a aquellas personas que legítimamente no quiero cerca de mí. Habrá quien me juzgue, claro. Algunas consecuencias tendrán mis actos, pero en este momento de mi vida, en que tengo cosas más importantes qué hacer como reconstruirme a mí misma, estoy dispuesta a pagar la factura de cerrarle la puerta de quien soy a todo aquello que yo decido que no me hace bien.

El año pasado perdí la cuenta de todos los fracasos que enlisté, de todas las puertas que se me cerraron, de todas las alternativas e ilusiones que se me derrumbaron; me di de topes por haber tomado ciertas decisiones, por haberme enredado con ciertas compañías, me paralizaba (hasta la fecha me paraliza un poco, lo confieso) la idea de quedarme aquí para siempre, a pesar de mi voluntad, mis ganas y mi actitud;  me lamenté hasta hartarme y luego de mucho patalear decidí que era hora de poner en práctica lo aprendido. 

Así que, aquí me tienes, de frente y con el miedo a ti superado, fracaso. Aprendí mucho, pero creo que mi más grande lección es que, si bien fracasar no es mi culpa, salir de ahí es siempre, mi responsabilidad. 

Me gusta la idea de cómo te veo ahora. Sin miedo, sin lágrimas, e incluso sin resentimientos. Entendí que dejar lo malo atrás es un bien necesario; además de que gracias a ti pude reconocer una vez más, mi lista de afectos y esa manada por elección que hoy -me consta- no me deja caer.

Por si fuera poco, si alguien me habría dicho que, en la recta final de la ruta de todos mis fracasos juntos, me toparía con la mirada más bella, limpia y transparente que mis ojos han visto, volvería a caminarla sin dudarlo ni un segundo. Lo que sigue ha valido cada lágrima. Doy fe.

FELICES PASOS 

 

 

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