Los decibeles del miedo

Tiene ya varios meses que llevo percibiéndolos pero es precisamente hoy, cuando puedo ponerles palababras.

A estas alturas ya todos conocemos al miedo; todos hemos sentido miedo por lo que puede ser, por lo que fue, y -muchas veces- por lo que nunca será. Al menos yo estoy, pues, en un punto de la vida en el que sé convivir con mis miedos.

Convivo aún con mis miedos infantiles y procuro bajar la mirada si veo una imagen con una jeringuilla; o intento controlar la respiración si me invade un miedo de esos que habitan en lo más profundo de mi ser y rara vez suelen ser reales: el engaño, la venganza, lo que creo que otros me han hecho o me quieren hacer. Aunque me invadan intento jalar aire y decirles que quien manda soy yo, sean genuinos, o no.

Pero desde que empezó el confinamiento, hace ya más de cien días, conocí una nueva forma del miedo; sí: desde entonces el miedo me susurra. Me habla bajito, me habla desde el silencio.

No es un miedo que me grite como el que sentí hace unos días en el temblor y que me hizo revivir aquel terremoto de hace casi tres años. Ahí sí, entre el crujir de la tierra y el descontrol, el miedo me gritaba. Este no, el miedo del confinamiento no me grita pero no se calla ni un segundo. Me susurra que ahí está, que puede llegar silencioso, invisible; que puede manifestarse si no me lavo las manos una, dos, tres, mil veces. Me lo repite tan bajito y tan constante que podría, de permitírselo, convertirse en una tortura.

He aprendido a convivir en estos días con los susurros del miedo. Reconozco que al principio me dominaba un poco más, hacía cosas tan atípicas como comerme las tapas de los paquetes de pan, exprimir de más los limones, abrigarme aunque saliera a tirara la basura, y apagar las luces constantemente.

El miedo me susurraba que cosas nuevas y feas podían suceder. «¿Habrá desabasto de cosas básicas?, ¿volveré a ganarme la vida?, ¿rendirá el dinero?, ¿podré proteger a mi madre como se merece?, ¿debo ahorrar más, guardar más, comprar una linterna?, ¿estoy preparada para el fin del mundo?, ¿es éste el fin del mundo?, ¿volveré a ver a mis afectos?, ¿estaré a la altura de las nuevas circunstancias?, ¿sobreviviré?».

Confieso que no conocía esta modalidad de miedo tan invisible y a la vez tan grande, tan constante, tan latosa; ¿cómo puede hacer tanto ruido desde su silencio? Con el paso de los días me he acostumbrado a sus susurros: sigo apagando la luz, checando doblemente las alarmas de casa, sigue susurrándome como un nudo chiquito en el estómago cada vez que él decide que algo no es como debería ser. Sigue, chingando desde lo bajito.

Al principio, lo confieso, dejé que este miedo me ganara la batalla: me venció, le creí; así sin gritos ni el tronar de la tierra, sin lluvias ni truenos, así desde su más discreto silencio logró invadirme, le agarré temor al nuevo monstruo, ése que no se ve, que no tiene garras ni sale desde las sombras por la noche, no tiene colmillos, ni vuela; tal vez por eso pudo conmigo: porque es muy difícil enfrentar algo que no podemos imaginar. Por eso, el susurro del miedo se sintió airoso… por un tiempo.

Luego del temblor hace unos días pude por fin comparar los miedos. El que me susurra que todo puede pasar sin darme cuenta y el otro, el que grita, el que mueve, el que -literal- nos desequilibra. Ambos son idénticos, solo cambia el volumen con el que se manifiestan. Ambos han venido, desde lo más obscuro de mí, a ganarme algunas batallas.

Pero no la guerra.

Sus gritos y susurros, si bien es cierto que me han sentado en alguna ocasión, no me tienen derrotada, ¡al contrario! Entiendo y reconozco que están por algo; para cuidar de mí, en principio, para hacer lo que me toca por mí y por los míos. Pero también, me han funcionado, sobre todo este silencioso que a ratos descansa pero se empeña en seguir aquí, para darme perspectiva.

Me ha servido para darle a las cosas un valor más justo: veo más chicos problemas que hace meses veía enormes; veo pequeños los dolores que alguna vez sentí. Veo menos rotas las rupturas, menos feos los adioses, veo más desteñido el odio, veo a mi ego más en su lugar. Comparo cualquier sensación con el hecho de saber que hoy como persona, mi única prioridad debe ser cuidar de mí y de mi madre; estar a la altura de lo que se ofrece, ser responsable como ciudadana y trabajar, con lo que tengo, para hacer de mi entorno, y luego de mi mundo, algo mejor. Hoy el miedo, irónicamente, me recuerda lo que yo debía ya de saber.

Los susurros del miedo me hacen ver pequeños otros dolores, pero también grandes otras alegrías. Hoy dejo el ego de lado y espero que llegue el día de poder ver a quienes amo a los ojos; hoy valoro más lo bueno y deshecho lo malo.

No me gusta que le miedo me susurre (mucho menos que me grite); no me gusta, como a nadie, sentirme vulnerable; pero luego de tantos días y de transitar por tantas emociones, lo reitero: él no se calla, pero la que manda soy yo.

FELICES PASOS

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