
Las historias de amor pueden dividirse en muchas categorías pero en esta ocasión me voy a centrar en las siguientes:
- Están aquellas en las que dos personas se conocen, se gustan, se atraen, empiezan una historia y será el tiempo quien diga si eran el uno para el otro. Digamos, un día normal en la agenda de Cupido.
- Y, por otro lado, están en las que, basta una fracción de segundo y mirar a otra persona a los ojos para replantearnos por completo qué somos, o qué hemos sido hasta ahora. Para paralizar nuestro mundo, para no querer hacer nada que no sea estar al lado de ese par de ojos que nos acaba de partir el alma, en dos.
En este tipo de bajas pasiones es que me voy a enfocar en esta ocasión. Hace par de días me sorprendió el amanecer mientras charlaba -gracias a la tecnología uno puede llevar con menos hostilidad el 2020- con uno de mis más grandes amigos y secretos confidentes. Un amigo de años con el que tengo un trato cordial pero, a espaldas del mundo tenemos una extraña relación en la que acudimos el uno al otro cuando se nos cierran todos los caminos. No andamos pregonando nuestra amistad (y nada de mal viajes: dije amistad. A/mis/tad) por ahí, pero sabemos que el uno en la vida del otro somos el «rómpase en caso de emergencia».
Pues bueno, juntadas las suficientes emergencias en medio de tan estrambótico año, nos armamos en distintas locaciones frente a la pantalla, con nuestros respectivos mezcales y empezamos a dividir las relaciones en cuanta categoría se nos ocurrió. Fue así que llegué a esta entrega, mientras él me narraba cómo está viviendo una de sus más grandes crudas emocionales.
¡Ay, las bajas pasiones!, esos arrebatos de locura que nos hacen dudar de todo; son tal vez los episodios que nos recuerdan qué tan vivos estamos. «Es que tú y yo estamos enamorados de la vida, Anaví, por eso nos atrevemos a pasar por capítulos así», me decía mi amigo, mientras yo le argumentaba que sí, pero que estar enamorado no es pretexto para andar sangrando por la herida de la flecha que Cupido nos dejó; y sin embargo, sí, hay historias que desde el minuto uno están marcadas.
Porque, en su mayoría, son prohibidas, o porque por alguna razón deben conservarse en secreto, porque afectan a otras personas (y no necesariamente desconocidos que vivan en el Congo, sino gente que queremos), porque sabemos que esos pequeños paréntesis de placer que nos da esa historia tan ardiente, va cargada de una tremenda culpa, o del miedo a que nuestro secreto sea descubierto; y pues es, irónicamente eso mismo lo que aviva la llama del fuego quemante: el factor prohibido.
No estoy por supuesto a estas alturas para juzgar a quienes han caído -hemos, pues- en esas situaciones; y no me refiero solamente al asunto de enamorarnos de alguien que es casado, o cuando tenemos pareja (a título personal, jamás le he entrado al juego de ser «la otra» precisamente porque nunca me he encontrado en mood de querer pagar esas facturas); y sin embargo, sí he tenido esas arrebatadas pasiones, esas relaciones que no tienen nada de normales, ni de cotidianas, que quisiéramos hacerlas caminar, normalizarlas en un mundo paralelo pero que, sabemos, es imposible.
Es ése par de ojos en el que creemos, están inspiradas todas las canciones de desamor de todos los idiomas, todas las borracheras, todos los amaneceres carmesí y todas las lunas llenas que por este planeta se han visto. Son esos amores tan malditos los que nos hacen sentir que estamos vivos y, un tiempo después, nos hacen creer que estamos muertos.
En lo que a mi propia investigación respecta, el resultado es así: el 100%. Sí: el cienporciento de las relaciones que empiezan así, desde la obscura caseta del deseo y la prohibición, tarde o temprano acaban por colapsar. No, no hablo de que terminan: hablo de que colapsan, de que un planeta se estrella en la tierra y es el fin del mundo. Y es que, como siempre digo, el karma es un tipo (o tipa… vayan ustedes a saber) con buen GPS y poca prisa; y cuando una historia así mueve cielo, mar y tierra para normalizarse, y nos hace pensar que todo lo malo ha quedado atrás; un buen día, ¡pum! Todo se destruye de la forma más cruel, grotesca y dolorosa. Y no nos queda más remedio que reconocer que eso, que tanto nos movía las tripas no era ni remotamente, amor (o al menos el concepto del amor maduro, cotidiano y saludable que tanto se promueve).
Y es en ese preciso momento, un segundo después del fin del mundo cuando nos preguntamos si valió la pena tanto dolor, por haber pasado esos meses, años o semanas, al lado de aquella persona que nos destanteó de un modo -ahora, ya tan tarde lo vemos- súper insano.
Ahí estamos, respirando a duras penas, con un mal de amores multiplicado siete veces siete, como un animal herido al lado de la carretera; y sin que haya canción, película, ni alma en el mundo que nos consuele. ¿Vale la pena pasar por esto?, ¿cada segundo de placer a su lado, era tan valioso como para sentir que se nos endureció la sangre del cuerpo?
Le pregunto a mi amigo que, llegado ese punto del mal de desamores me cuestiono una y mil veces, si valió la pena pasar por una resaca emocional de esas proporciones. Porque esa, maldita, sea, es otra regla clara: mientras más compleja, prohibida y dramática empiece otra relación, más catastrófico será el final.
¿No habría sido mejor quedarme con la duda?, ¿debí haberme resistido a ese primer beso, a esa segunda cita, a ese fin de semana en que tuve qué inventarme algo para estar 48 horas a su lado?
¿Qué se debe hacer cuando la vida te pone una aventura de dimensiones gigantescas enfrente: quedarte con la duda, o pagar la resaca?
Mi amigo, bastante más decidido que yo, lo tiene claro y me responde: «La resaca. Elijo siempre la resaca porque sé que tiene caducidad; mientras que la duda te atormenta a cada instante».
Yo, admiro sin duda su valentía porque hasta hoy, que tengo el cuerpo con bastantes cicatrices de una resaca que parecía infinita me pregunto si en verdad, vale la pena hacer tanto y luchar por algo que, desde su origen sabemos que tendrá un final tremendamente infeliz.
Eso sin contar por supuesto, con todos los daños colaterales que nuestros romances pudieron haber causado a los demás; y todo para que, meses o años después, el mundo que construimos a base de nudos y pasiones quede reducido a cenizas.
Dirán los sicólogos que cualquier persona que se quiera un poco debe elegir en automático la duda y no someterse al tormento que estará acechándonos a cada minuto; y por supuesto, tienen razón; pero por mucha autoestima, madurez, inteligencia emocional y demás herramientas que se tengan, tarde o temprano un día estará ahí esperándonos: esa bendita/maldita tentación que pondrá nuestro mundo de cabeza.
Y si decidimos no quedarnos con la duda, ni el mismo espíritu del doctor Freud nos librará de la resaca. Y sí, lo bailado nadie nos lo quita; pero, insisto, ¿vale la pena?
Hoy por hoy, confieso que no lo sé.
FELICES PASOS