El complejo arte de ceder el control

Estoy a 72 horas de perder el poder sobre la que es posiblemente la decisión más importante de mi vida. Corrijo: estoy a 72 horas de perder poder sobre la no decisión más importante de mi vida.

Estoy pues a unos cuantos días de someterme a un procedimiento que me dejará inmune sobre un hecho que pudo haber modificado mi existencia. Sobre una caja de Pandora que yo elegí no abrir.

Me voy al origen de mi no decisión: era la noche de reyes de 1982 (posiblemente 83, perdón por las trampas de la memoria) cuando, al abrir el obsequio que -otro año- me habían traído puntuales Melchor, Gaspar y Baltazar, corrí a buscar lápiz y papel, antes que emocionarme y abrazar el preciado regalo.

“Queridos reyes magos, gracias por el esfuerzo pero dejen de traerme más bebés. No tengo cómo cuidarlos”.

La escribí la misma noche que por tercer año consecutivo un “nenuco” aparecía debajo del árbol con todo su ajuar: pañales, carrito, biberones, mamelucos… “otro año arrumbando a los bebés”, pensé; al mismo tiempo que decidí que era momento de poner fin a esa costumbre.

“Gracias, señores reyes pero por favor ya no me traigan más muñecos. Es que yo no tengo tiempo para cuidarlos porque tengo que viajar, construir castillos, escribir historias, leer cuentos y cuidar y comprarles muchas cosas a mis Barbies como ropa y coches y perfumes y muchos libros. Yo no quiero hacerme cargo de personas que dependan de mí”.

Palabras mas, palabras menos eso decía la carta que le mandé muy convincente a los reyes cuando tenía unos seis o siete años y que sin saberlo, sería la primera gran decisión de mi vida.

“Qué simpática la chamaquita y qué bien escribe para su edad”, decían mis padres con júbilo mientras presumían mi sentencia a los reyes magos, con crayón amarillo sobre una cartulina blanca.

Lo que nadie imaginaba es que a partir de ese momento elegí la no maternidad como mi compañera en el camino de la vida.

En mi etapa adulta, fueron dos las ocasiones que el asunto se puso sobre la mesa: la primera, cuando yo estaba convencida -desde mi más profunda irracionalidad- que quería tener un hijo con un hombre al que admiraba y quería profundamente y cuya estancia en mi película no duró por fortuna más de dos estaciones del año; y la segunda ocurrió en aquella época en mis 30 en que tenía una buena pareja -de la cual para ser franca no estuve jamás enamorada-, un trabajo increíble, buena situación económica, una casa linda y aparente estabilidad.

Pasó entonces que a la hora de dar el siguiente paso, ese que las reglas sociales dictaban, fui yo quien decidió cambiar de rumbo ante la premisa de que yo no estaba dispuesta, ni a compartir mi vida con alguien a quien no amaba, y mucho menos traer un hijo al mundo. “No quiero ni contigo ni con nadie”, le dije en esa última y dolorosa conversación. Fue tal vez la primera vez que lo dije en voz alta.

Así, más cerca de los 40 que de los 20 fue que tuve la charla conmigo misma y llegué a la misma conclusión: la maternidad no era para mí. Fui entonces una mujer enfocada y responsable en hacer lo que me correspondiera, y de tomar las precauciones debidas para seguir sosteniendo mi decisión. Por fortuna, siempre lo hice bien.

Teorías sobraron ante mi decisión dentro y fuera de mi familia: “¿eres lesbiana?”, “¿vienes de una familia disfuncional?”, “¿sufriste algún tipo de abuso?”, “¿has pensado en congelar tus óvulos?”, “¿odias a los niños?”, “¿no sientes feo que no habrá nadie quien te cuide en la vejez?”.

No a todas las anteriores y sí a una respuesta automática que he dado todos estos años:

“Es que no me pusieron el software de la maternidad”. Y ya.

Mi no maternidad es un camino que elegí y un estilo de vida con el que siempre me he sentido cómoda y satisfecha, del que jamás he sentido arrepentimiento. Por cierto: no, no odio a los niños, por el contrario tengo cierto ángel que les resulta atractivo y simpático y que me hace ser la tía o la amiga cool de muchos de los pequeños que forman parte de mi círculo familiar y cercano.

No obstante, mi decisión, a partir de ahora será una condición. ¿Que cambia? Se escuchará raro, pero caigo en cuenta que esto es ceder el control de algo que hasta hace poco dependía únicamente de mi voluntad. Estoy a 72 horas de someterme a una cirugía para sacarme la matriz.

No es que sea bueno, ni malo; mejor o peor. Dudo muchísimo (aunque nunca se sabe) que súbitamente y a partir de que deje de tener matriz, mi instinto materno se despierte; más bien veo este paso como un ejercicio por el que tarde o temprano todos pasamos y que todos debemos asumir: siempre llega un momento de nuestra vida en el que dejaremos de tener el control sobre decisiones y circunstancias. Y siempre llega también el momento de pagar las consecuencias de nuestros actos. Nada de esto es negativo, simplemente es.

Venga pues esta nueva etapa y el aprendizaje que ella traiga. 46 años estuve en este mundo sin querer tener hijos. A partir de ahora, y los que me resten, no podré.

Y se parece, pero no es igual.

(Confío, eso sí, en que disfrutaré desde otra perspectiva mi nueva etapa).

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