El otro día, uno de mis más entrañables amigos, juez y parte de mi historia desde hace años, me invitó a la clausura del #mxfest donde se fusionaron lo mejor de la gastronomía de Baja California con vinos de Monte Xanic.
Un carnaval de texturas, aromas y sabores que nos hizo olvidar por un rato el estrés habitual. Los adjetivos que pueda darle al menú se quedan cortos, (aunque el pulpo zarandeado con recaudo de Chile guajillo, maridado con Monte Xanic Nebbiolo edición limitada, es, diría Enrique Iglesias, una experiencia religiosa), porque en realidad cada detalle, cada ingrediente y cada técnica estaba en la medida perfecta.
Confieso que comer es una de mis grandes perdiciones, y las personas con las que compartí la mesa aquel domingo pudieron comprobarlo; pero después, entre postre, café y charlas aparentemente intranscendentales, caí en la cuenta de qué hay algo que disfruto casi tanto como comer, y es la compañía de las personas con las que como.
En nuestra mesa charlaba con una chica que estudia gastronomía, aunque su gran pasión es escribir; una pareja de extranjeros radicada hace poco en México nos contaba sus aventuras en la selva chilanga; mi amigo me ponía al día sobre sus peripecias del trabajo; mientras que el chef Tonatiuh Cuevas (la mente creativa detrás del Zanaya) nos relataba sobre el libro que está leyendo,Sapiens: de animales a dioses de Yuval Harari, por cierto, una de mis lecturas favoritas del año pasado.
Pensaba entonces, que en esta vida que nos lleva tan deprisa, a veces no nos damos tiempo para disfrutar de esos pequeños placeres que resultan tan cotidianos y que se nos pasan desapercibidos en el día a día. Porque sí, comer es una necesidad, pero disfrutar de una comida con la gente que queremos es una bendición. Volví caminando a casa (porque mal del puerco…) y pensaba en las historias de mi vida que se han cocinado en ese lapso de tiempo donde aparentemente no pasa nada pero es donde uno se entera de todo: las sobremesas.
Ese espacio entre la comida y la realidad que nos permite, sin prisas, conectarnos con la gente que queremos. Pienso por ejemplo, en la comida de ayer con las amigas de mi madre, quienes me contaban cómo eran los rituales de cortejo en sus tiempos; recuerdo aquellas sobremesas en casa de mis padres, cuando mi madre rabiaba al ver a mi papá juguetear con las migas del pan; o esas comidas con el señor co-protagonista de mis días quien siempre después de tomarse un macchiato doble, me arrebata el último bocado de postre; o aquellas en que mis amigos me consienten horneando pan casero a mi gusto; o esas tardes con mis amigas, durante las cuales me encanta cocinarles lo que sé que más les va a gustar; o incluso, esos almuerzos por skype con mi mejor amiga en Alemania que me pone al día de todo mientras nos bebemos una copa de vino.
Y es que las sobremesas nos dan intimidad, nos permiten mirarnos a los ojos. Bien valdría la pena dedicar al menos una vez a la semana a comer sin prisas, ni mails, ni estreses, con aquellas personas que queremos; agradecer que además de que tenemos lo básico e indispensable para vivir (no profeso ninguna religión pero no por eso dejo de agradecer las bendiciones que la vida me da), contamos además con afectos, familia, amores y amigos que nos acompañan durante el camino. Y las sobremesas, ese periodo de tiempo suspendido en la nada, están ahí para recodárnoslo.
Benditas sean. Salud, por un mundo donde haya más sobremesas y menos fast food.
FELICES PASOS
Fotos: Arlette Ríos